Después de azos de irrealismo, después de haberse revolcado entre los fantasmas más increíbles, el colonizado, empuñando la ametralladora, se enfrenta por fin a las únicas fuerzas que negaban su ser: las del colonialismo. Y el joven colonizado que crece en una atmósfera de hierro y fuego puede burlarse -y no se abstiene de hacerlo- de los antepasados zombis, de los caballos de dos cabezas, de los muertos que resucitan, de los djinns que se aprovechan de un bostezo para penetrar en nuestro cuerpo. El colonizado descubre lo real y lo transforma en el movimiento de su praxis, en el ejercicio de la violencia, en su proyecto de liberación.
Hemos visto que durante todo el período colonial esta violencia, aunque a flor de piel, gira en el vacío. La hemos visto agotarse en luchas fraticidas. Ahora se plantea el problema de captar esa violencia en camino de reorientarse. Mientras antes se expresaba en los mitos y se ingeniaba en descubrir ocasiones de suicidio colectivo, he aquí que las condiciones nuevas van a permitirle cambiar de orientación. [...] A pesar de las metamorfosis que el régimen colonial le impone en las luchas tribales o regionalistas, la violencia se abre paso, el colonizado identifica a su enemigo, da un nombre a todas sus desgracias y lanza por esa nueva vía toda la fuerza exacerbada de su odio y de su cólera. ¿Pero cómo pasamos de la atmósfera de violencia a la violencia en acción? ¿Qué es lo que provoca la explosión de la caldera?
F.F.
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